La Sierra se mueve todo el tiempo. Niños y adolescentes van y vienen. No se ven hombres maduros. La economía informal parece ser el único empleo. Todos observan de reojo. Se entiende que todo se entiende. Unos niños dicen: "¡Ah, ustedes son los que van a donde Jesús!". Otros juegan a dispararse de mentiras con maderos en forma de largas armas. Todo sigue bajo un control tácito. Y lo más increíble, los ex ‘paras’ son tan pobres como todos en La Sierra.
Margarita Martínez, codirectora del documental La Sierra, afirma que el hecho de que haya habido una entrega de armas no significa que la desmovilización genere una desarticulación de las organizaciones. "Todavía ellos, el proletariado de la guerra, siguen siendo las autoridades del área".
Sin embargo, en medio de la extrema pobreza, la parroquia intenta hacer algo. Con el esfuerzo de dos padres ecuatorianos y dos seminaristas, 80 niños reciben almuerzo diario en La Sierra, y más de 200 van a la escuela. "Pero son casi 1.000 los niños que viven aquí. Niños que se pierden. Niñas de 13, 14 ó 15 años que se prostituyen por 10.000 pesos –dice el padre Jaime, un verdadero héroe perdido en esta guerra–. Este es un tema de pobreza, exclusión y marginalidad. Si el Estado sigue con su abandono, la guerra continuará",
"A mí me faltó más tolerancia. Más ganas de salir adelante –recalca Jesús–. Claro está que si el Estado se hubiera aparecido por aquí, pues las cosas hubieran sido diferentes. Aquí prácticamente nos tocó defendernos solos. Todo esto tiene que ver con el abandono del Estado".
Jesús, que aparece a lo largo y ancho del documental consumiendo droga, confiesa, sentado en una silla frente a su casa, que mira una Medellín lejana, que aún no ha dejado de hacerlo, que está tratando, y que no es fácil. Que por cuenta de ella sufrió de delirio de persecución. Que "...todos pensábamos que ya nos íbamos a morir".
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